martes, 06 de febrero de 2018
¿«Memoria del Comunismo. De Lenin a Podemos», de Federico Jiménez Losantos?
El mercado negro es una respuesta a ciegas de la propiedad cuando la ley impide el comercio. Si acudimos a los orígenes y desarrollo de la Revolución Francesa (El antiguo Régimen y la Revolución, Tocqueville, 1856) vemos cómo el lema «libertad, igualdad, propiedad», que es la raíz de la Declaración de Derechos del Hombre y del Ciudadano va siendo sustituido por el de «libertad, igualdad, fraternidad», siendo ese último y nebuloso concepto el cauce para imponer el terror colectivista de 1792. ¿Por qué, entonces, desde Marx a Lenin, los comunistas desprecian esa realidad tangible de que la negociación produce beneficios a empresarios y proletarios, y que asegura un clima de paz civil que favorece las reformas? Seguramente, porque —hay que insistir en ello— ninguno de ellos trabajó jamás. Son intelectuales que, en nombre de un proletariado que solo ven como abstracción, no como gente real, se proclaman sacerdotes o ayatolás de una verdad revelada: nada menos que el sentido de la historia, es decir, el secreto de Dios. Marx y Lenin se ven como Prometeo arrebatando la luz a los dioses, que es la Luz de la Ciencia, para entregarla a los simples mortales, que arrastran ciegos su existencia sin comprender el Gran Secreto: que el dinero, al que Marx llama Monsieur Le Capital, no es el medio más fácil de llegar a las cosas sabiendo el precio para comprarlas, sino un astuto velo que oculta la realidad de la cosa misma. ¿Y qué realidad? Mientras haya capitalismo no la podremos conocer, ni la vida será vida. Mejor matar o morir. Pero es una sociedad de transacciones, negociaciones, acuerdos, discordias, pactos, insatisfacciones parciales y satisfacciones limitadas; una realidad desconocida, inimaginable hasta entonces por la humanidad. Y ese mundo nuevo, caótico, imprevisible, donde enriquecerse es tan fácil como arruinarse, donde todo es más próspero pero más inseguro, alimenta la nostalgia de una sociedad donde las ciudades sean jardines, los caballos reconquisten las calles tomadas por los automóviles, donde todo esté seguro y el ser humano sea bueno sin esfuerzo, donde no haya tuyo ni mío, la Edad de Oro sin oro, o sea sin dinero, donde cada uno viva como quiera, donde quiera y trabaje en lo que se le antoje, si se le antoja. Esa utopía, que, como todas, es una ensoñación ante una realidad difícil de entender o vivir, es lo que retorna con el leninismo. El socialismo utópico que se vende como científico, el crecepelo social del Dr. Ulianov, que promete el paraíso a los millones de jóvenes que salen de las trincheras como cadáveres morales. Por eso Souvarine se hace leninista: porque es joven, odia al mundo en que ha muerto su hermano y quiere destruir una sociedad que impide la paz, la igualdad y la salvación social. Es decir, lo de siempre: la felicidad eterna. |