Salinger
domingo, 21 de febrero de 2010

Conocido como uno de sus más atentos lectores, José Agustín recorre y analiza en este texto la obra y vida del autor de El guardián entre el centeno, quien murió el pasado miércoles luego de pretender durante décadas un ermitañazgo imposible.

Sáb, 30/01/2010 - 09:21

A lo largo de la década de los 1940 la revista New Yorker publicó más de treinta relatos de J.D. Salinger, quien en 1951 prefirió debutar con The catcher in the rye, su primera y única novela, consecuencia natural de los cuentos precedentes. The catcher fue un éxito instantáneo y el público pidió más. Salinger revisó entonces sus relatos, eligió trece y armó sus libros posteriores: Nueve cuentos (1953), Franny y Zooey (1955), Alcen alto las vigas del techo, carpinteros e Introducción a Seymour (1963). Los cuentos cimentaron a Salinger como autor mayor de la literatura estadunidense y lo ubicaron junto a Poe, Scott Fitzgerald, Hemingway, Kerouac o Cheever. En éstos, don Jerónimo David sorprendió por su estilo conciso, irónico y agridulce, así como por sus temas, siempre cotidianos, que indirectamente referían a dramas interiores y dilemas profundos, insinuados mediante señoras de clase media que beben y chismean, de recuerdos infantiles, de dolorosos recuerdos de guerra o del tema del “niño dotado” e incomprendido, outcast ya en embrión. Como él. Con estos relatos también se iniciaron las historias de los hermanos Glass, geniecitos que, uno tras otro, sin falla, fueron estrellas de los programas de radio de “niños catedráticos”.

Trece historias cortas

Nueve cuentos abre con “Un día perfecto para el pezplátano”, un relato tan bueno e inapelable que fue clave en el reconocimiento casi inmediato y generalizado de Salinger, pues quintaesencia su estilo, su espíritu y su concepción del mundo. Tiene diez páginas y se divide en tres partes. La primera es una deliciosa conversación de larga distancia entre la recién casada Muriel, de vacaciones en la playa, y su madre, muy preocupada porque se ha convencido de que su yerno, Seymour Glass, joven veterano de la guerra recién salido del hospital, está mal de la cabeza y puede perder el control catastróficamente. Muriel ama a su marido y, segura de que su madre alucina, trata de calmarla con small talk familiar, rico en coloquialismos y estratégicas cursivas o itálicas. Pero varios incidentes ominosos, que apenas se aluden como quien no quiere la cosa, dan sentido a los temores de la madre. En la segunda parte, Seymour Glass entabla en la playa una sensacional conversación con una niñita de cuatro años llamada ¡Sibila! Como en las pláticas entre Holden y su hermanita Phoebe en The catcher in the rye, la comunicación es fácil, natural y mágica. Él le habla del pezplátano, que busca hoyos rellenos de bananos en el fondo del mar; cuando los encuentra no para de comerlos y engorda hasta no poder salir del hoyo, muriendo por la “fiebre del plátano”. Sibila, una toddler, escucha a See More Glass con seriedad, sin inmutarse, y después de que los dos se sumergen para dejar pasar una ola, anuncia que acaba de ver uno de esos peces. “¡No, Dios mío!”, exclama él, y pregunta: “¿Tenía plátanos en la boca?” “Sí”, responde la niña. “Seis.” En la tercera parte, Seymour toma el elevador del hotel y le dice a una señora que no le esté mirando los pies; después entra en su habitación, donde su mujer duerme una siesta, y se mete un balazo en la sien.

Este cuento, por cierto traducido al mexicano por Federico Campbell, es una lección de manejo de materiales y del planteamiento parabólico de los temas, que generan participación y complicidad del lector. La esencia de la historia nunca se explicita, pero mil señales en la carretera llevan a ella con un tono muy cool, como si no ocurriera nada. El lenguaje del narrador, en tercera persona, es sobrio y desapegado; la dialogación, con sus estratégicas imperfecciones, muletillas, lugares comunes, disgresiones y detalles graciosos y reveladores, crea una autenticidad asombrosa, amena y humana, lo que precisamente hace más terrible el desenlace, que, como le gustaba a Cortázar, noquea al lector. El estilo, parco y contenido, es también detallado y profuso, escrito con una perfección que no quiere hacerse notar pues don J.D. es un escritor “modesto” en el mejor sentido de la palabra.

Después de Nine stories, Salinger sólo publicó los demás relatos sobre la familia Glass. Franny y Zooey (1955), sin proponérselo, resultó ser una novela compuesta por dos narraciones autónomas, una corta y otra extensa, casi antitéticas y complementarias. La primera se basa en la hermana menor, Franny Glass, que ha descubierto la vía espiritual después de leer El camino del peregrino, de John Bunyan. Este libro propone, entre otras cosas, la llamada filocalia o repetición incesante, a todas horas, del nombre de Jesucristo hasta que esto sea tan natural como respirar. Equivale al uso religioso o místico del mantra en la India, ya que la filocalia, como el mantra, vacía la mente, la despeja de pensamientos, del incesante “diálogo interior”, y expande la conciencia, con sus grandes experiencias que abren el camino al samhadi, o satori, estados extáticos, divinos, perfectamente experimentables por el ser humano, que, como se sabe, por algo está hecho a imagen y semejanza de Diositosanto. Por cierto, el éxito de Franny y Zooey motivó varias reimpresiones del libro de Bunyan, que ya no se conseguía, y que ahora, desde hace más de cincuenta años, sigue en circulación; dudo que se lea, porque es muy árido, pero a los lectores de Salinger cuando menos les gusta sentir su vibra.

Los hermanos Glass habían tenido vivencias semejantes, lo que se empieza a ver en la muy divertida, y mucho más extensa, segunda parte del libro, narrada por Zooey Glass con referencias constantes a su hermano Buddy, el escritor (que fue “a prostituirse a Hollywood”, como el hermano de Holden Caulfield), y la ubicua presencia de la madre, un personajazo que no sale del baño ni deja de platicar con su hijo que se encuentra metido en la tina. Es un poco como La Maga de Rayuela. La familia Glass, entonces, la constituyen la mamá, con su fuerte y carismática personalidad; Seymour, que se suicidó y fue el primer místico; Buddy, el escritor y alter ego del autor; Boo Boo, ama de casa; los gemelos Walt y Walter, el primero murió en la guerra y el segundo se ordenó sacerdote, y Zooey y Franny, los menores, que por algo tienen su libro aparte. Todos ellos, en su momento, fueron “niños catedráticos” y estrellas de la radio, de lo cual se ríen con orgullo discreto. El padre casi no figura, Salinger lo manejó de tal manera que no importa saber nada de él, aunque claro, esto ya dice mucho.

Por último, tras mucho pensarlo porque se llevó más de diez años, Salinger publicó otros dos textos sobre la familia Glass en Alcen alto las vigas del techo, carpinteros e Introducción a Seymour, otro libro muy bueno, pero ya sin pretensión de unidad literaria más allá del parentesco de los protagonistas, lo cual da una impresión un tanto difusa. Se disfruta el poder narrativo, porque las líneas argumentales no son impresionantes en sí, o más bien porque no importan mucho; los textos no pretenden ser unidades con un tema básico y ramificaciones. Salvo la cuestión de la mudanza en Alcen alto las vigas, tampoco son apuntes, inspiraciones que asaltan, notas, escritura apenas hilvanada o mero consentimiento, casi capricho. Más bien, lo que se lee es familiar pero a la vez extraño, porque, aunque se cierra bien, deja una incómoda insatisfacción excitante, una sensación placentera de mixed feelings, de sweet confusion under the moonlight. Algo iba a revelarse y nunca ocurrió; lo decisivo fue sentir una realidad inasible aunque perceptible y la sensación de que, sin duda, leer ese libro valió la pena. Esto es algo que, para mí, ocurre con muy pocos textos, como en “El aleph” de Borges o “Hegel y yo” de Revueltas.

El primer relato, narrado por Buddy, en realidad es una introducción a la “Introducción a Seymour”, pues el hermano mayor, que se suicidó el día del pezplátano, de una forma u otra, es la presencia que une las situaciones en las que Buddy se ve envuelto. Por otra parte, como era de esperarse, abunda en la familia, al tiempo que revela la concepción del mundo y de la literatura del autor, pues Buddy es un oblicuo autorretrato de Salinger, como Bezujov de Tolstoi o el Cónsul de Lowry. El segundo texto, como indica su titulo, mezcla la narración con el ensayo; es más culto, “literario” y experimental; el lector indaga en la otredad de Seymour, en su búsqueda de algo profundo y sagrado con una personalidad sensible y frágil que sólo encuentra su camino en el suicidio.

La “Introducción a Seymour” llevó a Salinger a un punto decisivo. ¿Qué venía después? ¿Una saga familiar, tipo Rougon-Macquart, a través de relatos y no de novelas? ¿Y en qué estilo: el parco-sustantival-behaviorista de su narrador omnisciente o el simpático y ameno con grandes, inesperados, golpes de narración de sus diálogos y primera persona? ¿Otras formas en gestación, como sugería la mezcla de ensayo y narrativa, de código más cerrado, en “Introducción a Seymour”? La respuesta fue The catcher in the rye.

La novela

En realidad, en 1950, a los treinta años de edad, Salinger, autor de maduración sin prisas, tenía varias, plausibles e importantes posibilidades. Cauteloso y reservado, prefirió, felizmente, pasar a la novela. Los trece relatos (9+2+2), aunque publicados en libros después, lo llevaron a The catcher in the rye quizá porque la manera de escapar de los dilemas creativos muchas veces es el clavo que saca otro clavo. Fuera los Glass y los tanteos espirituales, mejor ir a las raíces: los años de adolescencia en un contexto diferente y, sin embargo, similar, porque en el fondo Holden Caulfield podría ser uno de los hermanos Glass. Porque en el fondo es una amalgama de Seymour, Buddy, Franny y Zooey. Y, naturalmente, de J.D. Por eso resulta una inmersión más directa en lo autobiográfico, aunque Salinger siempre supo equilibrar magistralmente la ficción con lo personal.

The catcher in the rye fue traducida al castellano como El cazador oculto o El guardián en el centeno. Aunque el segundo es más acertado, tampoco manifiesta las complejidades del título en inglés, “juego de palabras imposible de traducir”, dijera la N. del T. Viene de una canción tradicional u old song: “When a body meets a body comin’ thru the rye (Cuando un cuerpo encuentra un cuerpo que viene por el centeno)”. Esto se explica (es un decir) cuando el protagonista, el famoso Holden Caulfield, se define: “de grande” le gustaría trabajar en un campo de centeno junto a un precipicio en el que a los niños les gustara jugar, y él pudiera cuidar que los pequeños no cayeran en el abismo. Holden sería un “catcher in the rye”, variación, a fin de cuentas, de un don Quijote que salva niños en vez de rescatar doncellas, damsels in distress; un protector de la inocencia y la pureza, del paraíso terrenal, como su contemporáneo Charlie Schultz, el monero de Peanuts. Por eso Holden se ofende tanto cuando ve el grafiti “fuck” en las paredes de una escuela primaria. Pero “in the rye” también son los sándwiches con pan de centeno, así es que este atrapador está listo para ser comido.

Esta vocación muestra con nitidez el espíritu de Holden: sencillez, deseos de vivir como parte de la naturaleza sin las responsabilidades del ser social, anhelo de estar más que de ser; sólo que la gente le fascina, y por eso Holden contiene un hálito vital que alimenta y humaniza. En este caso el arquetípico rito de pasaje de la adolescencia a la juventud es sumamente complejo, difícil, traumático, porque Holden, como Seymour y Buddy Glass (y Salinger, claro), son casos especiales, niños dotados que en plena transición corren el riesgo de atorarse en una peculiarísima hibridez de rebeldía y conformismo, de individuo y manada. Por muy particular que esta situación sea, si no se rebasa conduce a la larga a un tenso aislamiento porque nada se ha solucionado, o la resolución significó acostumbrarse al peligro y a vivir al límite, en la ruleta rusa, convocando al suicidio. Todo ese gasto de energía, retos y estrés diluye poco a poco la vida. Por eso Seymour se mata y Holden cuenta su historia desde un hospital psiquiátrico, y por eso Salinger se exilió después en la calle principal.

Los ritos de crecimiento de Holden Caulfield están narrados en primera persona, con un lenguaje coloquial escrito con maestría, justeza y equilibrio, que sin perder naturalidad es sucinto y conciso. Por la gracia y la autenticidad, inevitablemente recuerda al Huck Finn de Twain. Aunque The catcher es más conscientemente “literario”, Huck y Hold son espíritus juveniles, afines, libres, ingenuos, de muy buenos instintos, que a diferencia de los demás anhelan la libertad, o más bien, la liberación; en el fondo se saben esclavos, como todos, y en cierta forma se resignan, y entonces su guerra, porque la cólera se acumula, es contra las irrelevancias. The catcher es amenísimo y utiliza un humor que muchas veces se basa en las observaciones, en las situaciones o en la ironía soterrada del narrador, quien quisiera hallar la verdad, pero tiene la premonición de que quizás ésta sea aniquiladora, lo cual, aunado al sentido común, lo hacen escéptico, lo contienen. Parece ingenuo y tierno, pero en el fondo observa la vida y sus mitos rectores como una suma de absurdidades, de enajenaciones; la cultura estadunidense y la vida misma son farsas ridículas, “broma de mal gusto” o, en el mejor de los casos, un niño jugando a los dados. Además, aunque se viva un mito, una “mística”, nada salva del sufrimiento, como aseguraba Buda, o de la tragedia, como demostraron Sófocles y Shakespeare. Fuera del “sentido y de las metas de la vida” tradicionales, desgastadas ya a mediados del siglo xx, un joven sensible, que percibe la insensatez del sistema y carece de espacios para expresarse y moverse, puede ver que la sociedad es una cárcel o un laberinto asfixiante. Holden no es rebelde por naturaleza, por el contrario, su sencillez lo hace no pedir demasiado; podría adaptarse fácilmente. Pero no es así, y desde el principio no encaja, siempre está profundamente insatisfecho. Por eso The catcher está tan ligado a la contracultura y se volvió un clásico de la generación de los sesenta. Y por eso el neoliberalismo parafascista de Estados Unidos a fines del siglo XX y comienzos del XXI ha prohibido en escuelas y bibliotecas públicas tanto Las aventuras de Huckleberry Finn como The catcher in the rye, dos grandes pruebas de que la literatura incide en la sociedad.

“Un día perfecto para el pezplátano” prepara lo que The catcher in the rye establece: un joven dotado, sensible, apto para desenvolverse y triunfar en la sociedad, pero cuya naturaleza más profunda le impide ser presa del sistema y lo vuelve un “desadaptado”, inconformista, anarco en el espíritu de Stirner. Eso, más el budismo y la liberación espiritual en Franny y Zooey, además de la búsqueda de la inocencia y la verdad, estableció un nexo profundo con los beats, especialmente con Kerouac, un espíritu afín sólo que hedonista y dionisiaco. Los autores de En el camino y The catcher in the rye fueron pioneros de una forma de vida que en los años cincuenta era casi imposible; podían ver la meta pero no hallaron el camino y por eso los dos se recluyeron enfermizamente durante años en sus casas natales de Nueva Inglaterra, verdaderos “sustitúteros”.

Después de la literatura

Por desgracia, al parecer, a Salinger le ganó el espíritu de Seymour Glass, sólo que él decidió suicidarse lentamente y no de súbito, quizá porque no hubo la Sibila que viera al pez con seis plátanos en la boca, es decir, la señal. Desde los años sesenta, en la cúspide del reconocimiento, con un clásico y tres libros exitosos, decidió no publicar más. Quizá ya no había escrito nada desde 1951. Nunca resolvió qué hacer con los Glass o no lo convencieron otros proyectos. En todo caso, se encerró en su casa de Nueva Inglaterra y, como Traven o Castaneda, trató al máximo de borrar sus huellas personales. Pero, como Kerouac, lo hizo demasiado tarde, ya no se podía, porque ni siquiera cambió de identidad, o de país, y se fue a donde todos lo conocían desde niño. Así, el ermitañazgo era imposible y él se quedó a medio camino entre la liberación espiritual y el mundo material, que, a pesar de la patineta que le proporcionaba el éxito, tampoco quiso disfrutar ni padecer. Se negó a la celebridad, rechazó entrevistas, reportajes y estudios literarios, pero a la vez siguió llamando la atención. Si Holden acabó en una clínica, él se internó en sus casas de New Hampshire, pero era fácil de localizar y muchísima gente lo encontró. […]

*Texto tomado del libro de ensayos Vuelo sobre las profundidades (Lumen, 2008), que apareció originalmente en el suplemento cultural Confabulario en 2005 y lo reproducimos con autorización de su autor.

© Zalberto | junio - 2025